Lo quise tanto que acampé en su ombligo
y allí pasé las noches de frío invierno
y desde allí
salía y a pocos pasos jugaba con su polla,
que siempre me recibía atenta
cual maravillosa anfitriona.
Él era un escondite perfecto para no ver la mierda del mundo
y llegó un momento en que no quise salir mas,
lo más lejos que llegaba era a sus piernas.
Y aunque ahora recuerdo aquellos días con nostalgia
sé que ningún cuerpo puede ser una casa,
ningún ombligo un refugio
que la vida es más que un trozo de carne,
más que una mirada
más que una persona,
por perfecta que esta sea.